Lo que revela la queja
Por Fabián Barros Requeijo
Vivimos en una sociedad que ha perfeccionado el arte de no escuchar. No hablo del ruido ambiental, ni del vértigo de la información: hablo de ese silenciamiento selectivo que convierte la queja legítima en un gesto incómodo, exagerado o incluso violento. En Poder desde el no poder, trabajo una idea que atraviesa todas las dimensiones de la vida social y organizacional: la queja no incomoda por su forma, sino por lo que pone en evidencia.
Vivimos tiempos donde se exige que el malestar se exprese con elegancia. Se espera del que sufre que articule su dolor con la moderación del que no lo padece. Esta exigencia funciona, en realidad, como una herramienta de control. Se acepta la crítica, siempre y cuando no moleste. Se escucha al que sufre, siempre y cuando no se note demasiado.
Esto no solo ocurre en la política o en los medios, sino también en las empresas, en los equipos de trabajo, en los vínculos cotidianos. Hay personas que no tienen el respaldo simbólico o jerárquico para «decir las cosas bien» sin que eso se vuelva un problema. A esas voces se las descalifica por el tono, se las patologiza o se las ignora. Pero lo que realmente se busca evitar no es cómo lo dicen, sino lo que están diciendo: que hay algo que no está funcionando.
La queja genuina es peligrosa porque interrumpe la lógica del confort, porque revela una fisura entre el relato de eficiencia y la experiencia concreta del que queda afuera. Por eso, el sistema no la discute: la transforma en ruido.
¿Qué hacer con la queja?
No se trata de fomentar la queja por la queja misma. Se trata de reconocer que escuchar lo que molesta puede ser una herramienta poderosa de diagnóstico y transformación. En una organización, descartar una queja porque no fue expresada «como corresponde» puede implicar perder una oportunidad de mejora.
El desafío no es tolerar la queja, sino leerla estratégicamente. Preguntarse qué hay detrás de lo que se expresa, y asumir que silenciarla no resuelve nada: solo posterga el problema y profundiza el malestar.
Quien lidera, quien construye comunidad, quien aspira a transformar, no debería temer a las quejas. Debería preocuparse cuando dejan de aparecer. Porque ahí, quizás, lo que se rompió ya no es el vínculo, sino la esperanza de que algo pueda cambiar.